Juan Jiménez Salcedo
En la asignatura sobre políticas lingüísticas que imparto en el Máster en Enseñanza Bilingüe de la Universidad Pablo de Olavide, todos los años hay algún alumno presto a contar la anécdota de cuando –Ryanair mediante- se cogió un avión con su novia o novio y se fue de fin de semana a Barcelona. Como si de un maleficio se tratara, el turista foráneo siempre tiene que preguntar una dirección a alguien en la Ciudad Condal. Quien les cuenta esto reside en Sevilla, batiburrillo urbanístico en el que las calles son árabes, las calzadas romanas, las fuentes judías y las torres de las iglesias son minaretes coronados por campanarios cristianos. Pues bien, en el dédalo de calles de Sevilla veo todos los días a sufridos turistas estudiando el plano hispalense con más denuedo que el que emplearían en analizar las instrucciones de montaje de una bomba de hidrógeno, convencidos de que es inútil preguntarle a nadie por dónde se va a no sé dónde porque las explicaciones son tan largas y complejas que es imposible retenerlas. (continua llegint l'article)
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